miércoles, 28 de septiembre de 2011

DECADENCIA.


Mis pupilas se encogían, los últimos rayos del crepúsculo se clavaban en mis ojos como espadas, un zumbido constate taladraba mi mente. No podía más. Miré hacia abajo; mis manos temblaban, culpables. Mi ropa estaba empapada de aquel líquido rojo intenso. Recuerdos, miles de imágenes iban y volvían en mi cabeza y me hacían estremecer, sentía la bilis ascender por mi esófago y mi cerebro nublarse poco a poco. Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y, aferrándome al recuerdo de lo poco que me importaba en la vida, luché contra aquello que fuera que habitara en mí y corrí, corrí como alma que lleva al diablo hasta no reconocer las formas de los edificios, el color del cielo ni el olor del aire, corrí hasta encontrarme perdida en un mundo que no era el mío; el frío y la lluvia me mordían la piel. Suspiré, debatiéndome entre la angustia y la tranquilidad de haber escapado, los sentimientos se mezclaban en mí como si no encontraran hueco en mi corazón todos juntos, y se empujaran entre sí con rabia por encontrar el puesto principal. Estaba mareada y me moría de hambre. Miré a mi alrededor en busca de algún refugio. Niebla, fango y agua; una carretera infinita. Caminé hacia el borde de la cuneta despacio, como si esperara encontrar un lugar mejor durante el trayecto. En mis ojos hinchados se confundían la desesperación y el sueño. Me senté allí y me eché a llorar bajo la lluvia, el último rayo de luz agonizaba entre la niebla.
Me encontraba sentada al borde de una carretera mal asfaltada, intentando ordenar las ideas en mi mente; sangre, lluvia y dolor. Pero, a pesar de eso, recordaba perfectamente lo que me había conducido a aquel estado. Por aquellos tiempos estábamos en guerra en Ciudad Muerta. Estábamos, si es que se puede decir así. Entonces nadie tenía cara, las personas eran cuerpos sin identidad alguna. Fue una mala época. Todo comenzó con la Decadencia. Habíamos estado demasiados años viviendo al máximo, sin fijarnos en las posibles consecuencias. El hambre, la guerra y las enfermedades no se concebían en nuestros planes. Nuestra vida era perfecta dentro de nuestra propia burbuja, y no necesitábamos más. Cierto es, que habíamos empezado a escuchar lejanos rumores de guerra, muerte y destrucción vecinas. Evidentemente, nadie lo creyó. Éramos indestructibles y, de hecho, aunque algo malo ocurriese en el mundo, no nos veríamos afectados, pues éramos el Primer Mundo. Eso fue al principio. Poco a poco, las calles ya no parecían tan limpias, y cada vez aparecía más gente que visitaba los parques. Parecía que les gustara estar allí, ya que muchas veces se quedaban incluso a dormir. Lo que no entendía era por qué se acurrucaban bajo los bancos, entre papeles de periódico viejo. ¿Una nueva moda? Y como cualquier moda, se fue extendiendo. La gente ya no sonreía por las calles, y ya no había cola para pagar en las tiendas de ropa. Tampoco entendía por qué la tienda de juguetes había cerrado, ni la pastelería en la que me compraba la merienda al salir de clase. Por entonces tenía alrededor de diez años. Recuerdo el día en que papá y mamá me dijeron que estas navidades no iríamos de viaje. Recuerdo sus caras y cómo entonces no comprendía sus expresiones de tristeza, cómo me enfadé con ellos por no hacerme por navidades tantos regalos como siempre.
Hubo un día en que papá no se levantó a la hora en que sonó el despertador. Yo creía que estaba enfermo y aquel día no iría a trabajar. Pero ya no volvió a despertarse temprano. Ya no se afeitaba ni vestía con camisa y corbata, ni se duchaba a diario. Su cara tampoco era la misma. Toda aquella situación me enfadó muchísimo, sobre todo cuando la despensa estaba vacía y comíamos todos los días arroz blanco.
Durante los primeros años de la Decadencia el tiempo transcurrió lentamente. A pesar de que cada vez había menos motivos para salir a la calle a pasear, donde más gente había era por la calle. Salían y caminaban, pero nunca entraban en los bares a comprar un refresco, y miraban los escaparates de las pocas tiendas que seguían en pie con una mezcla de añoranza y recelo. Para entonces, mis padres ya me habían explicado qué era eso de la Decadencia, y por qué la gente ya nunca sonreía. Aunque, en aquellos momentos ya no necesitaba explicación alguna, las tenía todas en la mirada de la gente, en las caras de los niños que aún no habían aprendido a sonreír.
Los años siguieron pasando y las cosas no iban a mejor. El hambre nos escoltaba voraz, jamás daba tregua. Para entonces ya hacía tiempo que no veía a mis padres. Había dejado de ir al colegio y me dedicaba a vagar por las calles sin rumbo fijo, sin nombre ni identidad y, al fin y al cabo, ¿Alguien la tenía? Durante el día me dedicaba a deambular por las calles, buscando los rayos de sol que nunca se dignaban a asomar de detrás de las nubes.
Durante la noche, mi oficio era robar para poder sobrevivir. Siempre, por si acaso, buscaba alguna barra de hierro o cuchilla de afeitar de entre los escombros de las casas derruidas, objetos que me solían ayudar a defenderme en caso de problemas. Pero esta vez se me había ido de las manos. Yo sabía que aquella mujer no tenía lo que yo necesitaba. Su aspecto era tan precario como el mío, si no más. Pero estaba desesperada. Tenía hambre y frío y lo único que me sobraba era odio. La vi en el suelo, sin moverse y me invadió la rabia. De pronto y sin saber exactamente por qué lo hacía, comencé a mutilar su cuerpo con la cuchilla que guardaba en mi bolsillo. Ella ni se movió.
Fue entonces cuando me ocurrió aquello. La noche que pasé sobre aquella carretera me hizo despertar, pensar en cómo se había llegado hasta aquel punto. Ahora, después de tanto tiempo, la situación sigue igual que en los últimos años, y nadie parece dispuesto a hacer nada para solucionarlo. De hecho, todos parecen aceptarlo de forma sumisa.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Decálogo para escribir microcuentos

  1.  Un microcuento es una historia mínima que no necesita más que unas pocas líneas para ser contada, y no el resumen de un cuento más largo.
  2.   Un microcuento no es una anécdota, ni una greguería, ni una ocurrencia. Como todos los relatos, el microcuento tiene planteamiento, nudo y desenlace y su objetivo es contar un cambio, cómo se resuelve el conflicto que se plantea en las primeras líneas.
  3.   Habitualmente el periodo de tiempo que se cuente será pequeño. Es decir, no transcurrirá mucho tiempo entre el principio y el final de la historia.
  4.   Conviene evitar la proliferación de personajes. Por lo general, para un microcuento tres personajes ya son multitud.
  5.   El microcuento suele suceder en un solo escenario, dos a lo sumo. Son raros los microcuentos con escenarios múltiples.
  6.   Para evitar alargarnos en la presentación y descripción de espacios y personajes, es aconsejable seleccionar bien los detalles con los que serán descritos. Un detalle bien elegido puede decirlo todo.
  7.   Un microcuento es, sobre todo, un ejercicio de precisión en el contar y en el uso del lenguaje. Es muy importante seleccionar drásticamente lo que se cuenta (y también lo que no se cuenta), y encontrar las palabras justas que lo cuenten mejor. Por esta razón, en un microcuento el título es esencial: no ha de ser superfluo, es bueno que entre a formar parte de la historia y, con una extensión mínima, ha de desvelar algo importante.
  8.   Pese a su reducida extensión y a lo mínimo del suceso que narran, los microcuentos suelen tener un significado de orden superior. Es decir cuentan algo muy pequeño, pero que tiene un significado muy grande.
  9.   Es muy conveniente evitar las descripciones abstractas, las explicaciones, los juicios de valor y nunca hay que tratar de convencer al lector de lo que tiene que sentir. Contar cuentos es pintar con palabras, dibujar las escenas ante los ojos del lector para que este pueda conmoverse (o no) con ellas.
  10.   Piensa distinto, no te conformes, huye de los tópicos. Uno no escribe (ni microcuentos ni nada) para contar lo que ya se ha dicho mil veces.